lunes, 29 de diciembre de 2008

Frío, viento, lluvia... enero

Frío, viento, lluvia... enero.
Nuevo año acompasado
por el monótono rumor
de los poderes del tiempo.

Y todos los dioses del cielo
celebran desde lo alto
en un rito pagano
la inocencia del humano.

Pobre incauto mortal
instalado en su necedad
que cree que tras morir
algo le va a pasar.

En una tarde cualquiera
en una tarde fugaz
sueño con la dureza
de una muerte, sin más.

Irónico el ser,
que por el hecho de nacer
según es parido
sentencia su destino.

Destino de muerte segura,
tras una vida vulgar
le comerán los gusanos
para todo terminar.

Y si todo esto es mentira,
y si nada es realidad,
y si la vida no existe,
y si aun he de despertar.

La partida

Es tarde, la noche oscura invita a la reflexión. La luna llena, alta en el cielo, oculta, con su fulgor, casi todas las estrellas en su cielo azabache, mientras proyecta en tierra sombras fantasmales, imita reflejos de vaporosa túnica de una mujer imaginaria, o crea claros entre los árboles donde extraños personajes buscan la forma de engañar a los mortales.

Tumbado en la pradera de verde esperanza medito de nuevo mi decisión. Una ranita verde croa a escasos pasos de distancia como preguntándome: “¿qué buscas?”. “Que se yo lo que busco”, le digo, “cuando lo encuentre lo sabré. Quizá busque ‘El Aleph’, ese lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”. La ranita me mira desconcertada. Todo el mundo sabe que a las ranitas no les gusta Borges, quizá porque Borges no logre entender a las ranitas.

Hoy por la tarde he enviado una docena de e-mail despidiéndome de las pocas personas a las que realmente les pueda importar mi marcha. Ya no hay vuelta atrás.

Hace algo de frío, es primavera y por las noches refresca un poco. Me abrocho la cazadora mientras un par de lágrimas insolentes asoman a mis ojos y comienzan su discurrir por mis mejillas. Dulce melancolía, cientos de bonitos recuerdos discurren por mi cabeza, como diciendo “no ha estado tan mal”. Pero ha llegado el momento, en el fondo de mi corazón siempre tuve la certeza de que llegaría y ahora ya no hay vuelta atrás.

Me levanto, alzo la cabeza al cielo, cierro los ojos y aspiro con toda la fuerza de mis pulmones. “Huele a pino”, pienso, “y a leña quemada en la chimenea de alguna casa próxima”. Aprieto los puños, bajo la mirada y comienzo a caminar. Voy a buscarla, he decidido que será mi compañera en este viaje. Ayer lo hablé con ella, le he comentado lo que iba a hacer. Me miró con sus grandes ojos, avanzó y posó su cabezota sobre mi hombro. Que mimosa es, siempre le gusta que le rasque detrás de las orejas.

En las cuadras, ella no es la única que está despierta, los demás compañeros intuyen lo que va a ocurrir, saben que esta noche es su última noche. Se acerca a mí, me mira y suelta un pequeño relincho de alegría. “Ya es el momento, nos vamos”, le digo. Se pone a mi lado y me sigue mientras recojo sus cosas: la silla, la cabezada, el bocado… “Ven”, le digo, "ven que te vista”. Con cuidado la cepillo y la peino, que guapa es. Una preciosa yegua torda de siete años, cruce de un afamado padre lusitano y una preciosa madre árabe. Una mezcla de genio y dulzura que la hace encantadora. “Ahora la manta, no, está mejor, que es más cómoda, y ahora la silla y la cabezada, ésta que te gusta, ¿vale?”. Hablamos en susurros, casi sin palabras, una mirada basta.

“Venga, vámonos, falta poco para amanecer y no quiero que nos vean, no quiero dar explicaciones a quien no puede entenderme”

Al salir de la cuadras gira la cabeza para echar un último vistazo al que fue su hogar por mucho tiempo, da un pequeño suspiro, me mira y me golpea con la cabeza, “venga vámonos, ya no hay vuelta atrás”, me dice. Ella no sabe pronunciar palabras, pero sabe hablar, vaya si sabe hablar. Ya sabemos que lo que de verdad importa, lo que de verdad necesitas decir u oír, no se puede expresar con palabras, sólo se puede hacer con el corazón.

Caminamos lentamente durante un par de horas por la pista hasta llegar a nuestra atalaya favorita, en la cumbre, justo en el momento en que el primer rayo de sol asoma tras las montañas. Siempre nos ha gustado la vista desde aquí. A la derecha las grandes montañas, agrestes picos rocosos con grandes neveros en las cumbres, que en este momento reflejan con especial intensidad el dorado del sol al despuntar el alba. De frente, grandes dehesas. Kilómetros de verdes, todos los verdes posibles. A veces pienso que desde aquí se pueden ver todos los tonos que se pueden crear. Verde de la hierba que alimenta al ganado, verde de los olivos y sus aceitunas, verde de las encinas, los algarrobos, los pinos y las jaras…

Aspiro, huele a libertad. La naturaleza empieza a despertarse. Los pájaros hace un rato que avisan, con sus trinos, al resto de los animales que un nuevo día se presenta. Un águila solitaria comienza su majestuoso patrullar por la inmensidad de los cielos. Unos cuantos venados curiosos se acercan a beber al runoroso riachuelo que discurre al pié de la montaña. Los conejos y las liebres salen de sus madrigueras para mordisquear la fresca hierba, y para alegrar la vista a la magnífica ave de presa que sigue sobrevolando el cielo, ya completamente azul, intentando localizar algo que llevarse al pico. Un poco más lejos los mugidos de los toros negros como el carbón, pasean su existencia sin saber lo que el destino les depara.

Ruidos, sonidos, rumores, olores, aromas y colores. Una grandiosa fotografía de inolvidable recuerdo. Una imagen que quiero mantener en mi memoria. “Aquí comienza nuestra aventura”, le digo, “no sabemos a donde ir ni como llegar, pero ya no hay vuelta atrás”.

Ella me mira, se pone de costado diciéndome, “sube, vamos a donde nos lleve el viento, vamos a encontrar lo que buscas”. Despacio, con cuidado, ajusto las cinchas y la cabezada, me subo en la montura pero dejo las riendas flojas, que sea ella quien me guíe. No se cómo, pero siempre ha sabido a donde ir, aun sin haber estado nunca en un lugar, es capaz de encontrar lo que yo necesito en cada momento. A veces pienso que es capaz de hablar con el resto de los animales. Antes me pareció verla dialogar con el águila. Quizá desde ahí arriba las cosas se vean de otra manera, en el planear tranquilo y en los asombrosos picados. Como Juan Salvador Gaviota, necesito encontrar eso que siempre ha estado aquí pero que somos incapaces de ver, necesito encontrar a mi Principito para saber escuchar la risa en las estrellas.